Se acercaban las tropas moras a Calanda. La batalla contra los defensores cristianos estaba a punto de empezar. En el monasterio, las monjas benitas imploraban con oraciones y cánticos a Dios y a la Virgen que la morisma no las atrapara.
De repente, un estruendo resonó en toda la comarca: la tierra se abrió y engulló el monasterio y las 300 monjas que albergaba. Pero no murieron, sino que todo permaneció intacto, bajo tierra.
Pasaron los años; los lugareños decían escuchar las campanas y el órgano del monasterio. ¡Seguían vivas las monjas!
Cuando el tiempo, implacable, ya determinó que ninguna monja podía estar aún viva por su edad, se empezaron a abrir simas en la zona. Algunos valientes bajaron y dijeron haber encontrado pasadizos, almacenes y otras estancias.
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