Llego, en silencio. Voy al lado de la riera, donde las cañas ofrecen un tímido refugio. Me tiendo sobre un leve lecho de hojas caídas. No se oye nada.
Y al cabo de un momento, el sol se alza sobre el horizonte. Entonces la vida estalla: unos grisones cabecinegros, extrañados de ver a alguien inmóvil, sobre el suelo, vienen a verme. Tres son. Trinan, miran, y se van volando.
En la riera, alguien se mueve. Hacen ruido las hojas de las cañas. Tal vez sea un duende.
Insectos. Ya llegan mis insistentes moscas, las pequeñísimas arañas. Algunas hormigas se interesan en mi piel.
Un ratito más. Y me levanto. Hay que deserbar, que cavar, que regar. Y que recoger. He traído mi radio pequeña. No la pongo en marcha.
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