Dicen que los agricultores, gentes que necesitaban medir el tiempo y delimitar el espacio para plantar sus cosechas y delimitar sus propiedades, crearon la geometría, los relojes, las leyes. Y dicen también que los pastores, gentes caminadoras y hechos a las largas noches frente al fuego y bajo el cielo de las montañas en compañía de sus animales, inventaron la Música, la Poesía, la Filosofía, la Astronomía.
A mí el cielo me lo enseñó un compañero de la universidad, el entrañable gallego Xoxe. Una noche de excursión, con un mapa de estrellas del diario La Vanguardia como guía, me indicó dónde estaban y cómo se llamaban las constelaciones. Gracias a su palabra, el confuso fondo de estrellas empezó a adquirir sentido: las constelaciones empezaron a dibujarse, claramente, ¡cómo no las había conocido antes! Allí arriba, guiadas por el brillante camino de la Vía Láctea, uno de los brazos de nuestra galaxia, iban desfilando ante mis ojos todas ellas: Casiopea, la gran M, la primera que siempre identifico; la Osa Mayor, con su forma de cazo; la Osa Menor, con la estrella Polar en su cola, eje del mundo; Orión el cazador, con su cinturón y su espada, y la brillante Rigel; las simpáticas Pléyades, cúmulo de estrellas jóvenes en formación; el Can Mayor, con la egipcia Sirio; el Aguila, y su brillante Altair; la Lira, fácil de situar gracias a la estrella Vega... y luego las constelaciones zodiacales: la mía, Tauro, se puede encontrar gracias a la roja Aldebarán... Nuestros amigos del Hemisferio Sur tienen otras referencias celestes, encabezadas por la guía de navegantes por excelencia, la Cruz del Sur.
Lo que se aprende con el corazón, no necesita libros para ser recordado.
Mirad el cielo y aprended sus caminos, porque si los sabéis reconocer, nunca os encontraréis extraños en ningún lugar sobre la Tierra; bastará con que alcéis la vista, y en un momento, sabréis cual es vuestro lugar en el Universo.
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