Desde pequeños, todo el mundo debería tener contacto con la montaña. Un club excursionista, amigos unidos por esta afición; el grado de dificultad, adecuado a nuestras condiciones físicas. Pero la montaña tiene una mística: es el reto de la blanda acuosidad humana frente a la pétrea encarnación de la tierra en su vertiente más áspera y dura. Es la Mala Madre, la que no nos quiere con ella, nos hiere con sus rocas y su vegetación reseca, áspera y espinosa. Nosotros, seres de agua, que nacemos dentro de una bolsa tibia, con antepasados que nacieron en el seno de la Madre Buena, el mar...
Yo no tengo cuerpo de montañera. Mis piernas son cortas, gorditas. Me canso cuando subo cuestas empinadas. Pero eso no importa: basta adecuar nuestro reto. Para mí, una de estas colinas de 450 metros que me rodean pueden ser mi 8.000.
Amo las montañas. Mis Pirineos: una aura pétrea emana de ellos. No me he encontrado en ningún lugar del mundo tan a gusto, tan siendo parte de allí, como en las montañas que tanto amo. Pero no puede ser: no puedo vivir allí. Le he dicho a mi marido que si me incineran cuando me muera, que vaya a echar allí mis cenizas; supongo que nadie hará caso de esto, y me pondrán en una urna debajo de un olivo. Bueno, haré aceite.
Vamos ascendiendo mi colina particular. El reto se aproxima.
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