La muerte se ve en los ojos. Ayer nuestro perro Tom no se encontraba bien. No se levantó a comer: le puse la comida donde estaba echado, y se la comió; pero no se podía levantar. Tiene 14 años y medio, y las patas de atrás no le funcionan bien. Le ayudé a levantarse: le dí un masaje, y se fue a dar su paseíto. Volvió y se puso a dormir en su colchón, en el porche de la casa de madera. Pero temblaba.

Por la noche, después de cenar, fui a darle las buenas noches: no estaba. Bueno, tal vez se encuentra mejor-pensé- y se ha ido a hacer su ronda nocturna, siempre da a vuelta a la finca y luego viene a dormir. Pero no volvía. Aprovechando la luz de la luna llena, lo estuvimos buscando...nada. Y no ha vuelto. Lo seguiremos buscando, pero creo que ya no está. Lo ví en sus ojos.

Hay perros que cuando se sienten morir, te buscan; quieren que estés con ellos; tal nos pasó con nuestra perra Dana, hace años; subió la escalera de la habitación, cosa que no había hecho en su vida, para morir al lado de nuestra cama; la pastora alemana Ursel, uno de los perros más inteligentes que he conocido en mi vida, y que rescatamos, ya enferma, de una jaula de un garden center; o la perra Niba, el día antes de venir a La Palma. Otros perros prefieren alejarse: Isi, Trufo, tantos amigos caninos que hemos tenido en nuestra vida. Muchos de ellos los recogimos abandonados en la calle de la urbanización, y no sabíamos la edad que tenían; nos acompañaron pocos años. Otros nacieron en nuestra casa; a Tom lo encontramos abandonado, faltándole un trozo de lengua porque se le había necrosado por chupar una procesionaria del pino. Siempre fue tímido, apocado: tenía miedo de todo.

Esta mañana continuaremos buscándole. Pero si no lo encontramos, si se ha ido a morir en lo más enmarañado del bosque, siempre podemos pensar, para no llorar mucho, que se ha ido con las hadas, para curarse...